Cuando decenas de miles de niños no acompañados comenzaron a llegar a la frontera sur de los Estados Unidos el verano pasado, sentí como si yo los conociera. Muchos de estos niños venían procedentes del norte de Honduras, donde trabajé como director de una escuela técnica jesuita hace 35 años. La semana pasada, regresé a Honduras a visitar mi escuela y volver a conectarme con los misioneros y los jóvenes que han jugado un papel tan importante en mi vida.
Yo era un estudiante de 21 años de edad, y estaba cursando mi primer año en la Facultad de Derecho de Harvard. Estaba estudiando sin saber claramente lo que quería hacer. Una "pequeña voz" me instó a tomar un año sabático para averiguarlo. Escribí una carta a los jesuitas que tenían relación con mi escuela secundaria en Kansas City y que trabajaban como misioneros en Honduras; y les ofrecí mi servicio. Poco después, en septiembre de 1980, llegué a la ciudad de El Progreso.
En ese entonces Honduras era, junto a Haití, el país más pobre del continente americano. Pero su gente me hizo sentir humilde con su generosa amistad y su vida guiada por una fe profunda. Los 70 jóvenes que enseñé en el Instituto Técnico Loyola eran como los adolescentes de 14 años de edad de cualquier lugar -- exuberantes, enérgicos y llenos de sueños para su futuro. Y los misioneros jesuitas con quien viví - un grupo de estadounidenses y españoles que habían elegido servir a los más pobres lejos de sus hogares - se convirtieron en mis modelos a seguir en un momento en que necesitaba dirección. Mis más de 30 años como abogado de derechos civiles y funcionario público electo están basados en lo que aprendí en Honduras.
El Miércoles de Ceniza, como parte de un viaje de una semana a Latinoamérica con el senador por Texas, John Cornyn, llegué a El Progreso para asistir a la misa de las 7 de la mañana en la Iglesia de Las Mercedes frente a la plaza del pueblo. Al comenzar la misa, me di cuenta que entre los sacerdotes que iban en la procesión, se hallaban muchos de los jesuitas con los que trabajé. Ahora trabajan por todo Honduras y otras partes del mundo, y regresaron para reunirnos y darme la bienvenida.
Después de la misa, volví a mi escuela, ahora un campus activo de 300 hombres y mujeres jóvenes que aprenden soldadura, carpintería, artes culinarias, ingeniería eléctrica y otras profesiones. Visité los talleres y compartí la historia de los humildes comienzos del instituto durante una asamblea escolar. Y al igual que cuando enseñaba allí, escuché a los estudiantes hablar sobre sus esperanzas -- brillantes y optimistas, incluso en un país todavía pobre que ahora tiene la tasa de homicidios más alta del mundo. Todos ellos conocen a personas que han huido del país para escapar la violencia y la falta de oportunidades. Pero todos quieren construir un mejor futuro para sí mismos y su país -- en el cual escaparse ya no sea necesario.
Más tarde me senté con mis amigos jesuitas para compartir historias sobre los últimos 35 años y bromear sobre lo mucho que hemos envejecido. Debatimos sobre si el nuevo gobierno tendrá éxito en sus esfuerzos para mejorar la seguridad, expandir la educación y llevar la esperanza a una nación donde el 60 por ciento de las personas son sumamente pobres. También hablamos sobre el papel que Estados Unidos puede jugar en estos esfuerzos, especialmente con el actual presupuesto para invertir en el desarrollo de Honduras, Guatemala, y El Salvador como un medio para contener la migración impulsada por la violencia y la pobreza. Para muchas familias hondureñas, poner a un niño en las manos de un contrabandista es menos peligroso que la vida en los barrios controlados por pandillas, allí donde tomar el autobús equivocado puede llevar a la muerte o donde ser miembro de una pandilla puede significar la muerte de un hermano o hermana.
Después de nuestra visita, nos reunimos en el cementerio de la ladera para llevar a cabo un servicio improvisado por las tumbas de los misioneros que pasaron toda su vida sirviendo a esta maravillosa comunidad en El Progreso. Mis amigos señalaron donde esperaban descansar un día y ser recordados como buenos y fieles siervos que lucharon una buena batalla por el beneficio de Honduras.
Lo más destacado de la misa del miércoles de Ceniza fue el sermón que incluyó la lectura de una carta pastoral del Papa Francisco, nuestro pastor latinoamericano y jesuita, pidiéndole a toda comunidad, parroquia y persona "ser islas de misericordia en medio de un mar de indiferencia". Hay tantas razones para sucumbir ante la indiferencia. Pero el mundo necesita "islas de misericordia" en todas partes, desde el barrio más pobre, a los altares de nuestras iglesias, a los pasillos del gobierno. Agradezco a mis amigos en El Progreso por enseñarme, entonces y ahora, esta verdad simple y hermosa.
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